Los primeros kilómetros transcurrían a la vera de la carretera nacional, un auténtico aburrimiento, un sinsentido para el nombre de la ruta. Clara no tenía muy claro a que había venido al Camino, pero no era para eso.
Le asalto la ansiedad ante la posibilidad de estar perdiendo el tiempo y paró dos veces a desayunar. En cada una de ellas le envió al espíritu un par de generosas dosis de licor de hierbas, antes de colgarse la mochila de nuevo, agarrar los bastones de marcha y seguir colocando un paso detrás de otro. Durante la hora siguiente avanzó bajo el mismo monótono transcurrir, donde las limitaciones de velocidad expuestas para los vehículos a motor parecían burlarse de ella.
Cuando pensaba seriamente en tomar un ansiolítico, se terminó el asfalto y el Camino estalló ante ella, de repente, con toda su generosidad. Los colores de la primavera eran una melodía perfecta ejecutada por innumerables músicos. El silencio, absoluto, sabía igual de sorprendente como el primer beso que recibió a los quince veranos.
Cerró los ojos e inspiró profundamente. Pudo distinguir el olor a tierra mojada, a vides y a campo y se tranquilizó al comprobar que la disociación de sensaciones no era total. Al volverlos a abrir, llenos de lágrimas, notó una sensación de libertad que no había sentido desde hacía lustros. La aventura empezaba a tener sentido.
Cuando su alma dejó de temblar en demasía, volvió a poner un paso tras otro, sin prisa. Aún quedaba mucho por caminar, pero los minutos anteriores habían cambiado su vida por completo.
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