Cada vez está más claro que la conciencia no reside en el cerebro (ni en ningún otro órgano), si no que simplemente lo utiliza para mover el cuerpo. Tiene mucho sentido pensar que la conciencia es inmaterial y que si, está conectada al cerebro, pero no lo necesita para existir plenamente.
Si la conciencia es energía, como tal no se destruye, se transforma, por lo que el fin de ciclo de uso del cuerpo (la muerte), sólo supone un traspaso, no un final para aquella.
La individualidad viene a ser una parte indivisible de la conciencia cósmica, con lo que cada partícula nuestra está conectada a todas las del Universo, que forman una única conciencia global, prácticamente infinita.
La humanidad en la Tierra vendría a ser, quizá, un experimento de una inteligencia superior, un "juego" avanzado, o una especie de estadio de formación temprana de donde nos llevaremos las experiencias y nuestro comportamiento durante la vida marcará el rol que desempeñaremos en el siguiente plano existencial.
Con tales evidencias, negar la existencia de una Inteligencia infinitamente superior a la nuestra (de Dios, si), que ha dispuesto estas maravillosamente complejas e increíblemente equilibradas "reglas de juego" (piensen sólo en las interacciones entre la gravedad, el electromagnetismo, la interacción nuclear fuerte y la interacción nuclear débil, por poner uno de cien ejemplos que nos brinda la ciencia) roza el ridículo, el absurdo.
Uno puede expresar y manifestar su conexión con esa inteligencia superior, su espiritualidad, de múltiples formas, pero negar esa conexión con el infinito supone dotarle a la existencia de un sentido algo limitado para las posibilidades de ésta. El hedonismo como único motivo vital vendría a ser como tener un Ferrari para ir a comprar al mercado, un despilfarro de los recursos que nos han dado.
En un primer estado de espiritualidad, el hombre le teme a un Dios castigador que le maldecirá con hambre, frío, enfermedades o con la muerte, si no sigue unos ritos determinados. Ahí aparecen los primeros avispados de las tribus, los hechiceros, brujos o chamanes, que interpretan los designios divinos y que vivirán privilegiadamente en su comunidad, gracias a esos pretendidos "poderes".
En un segundo estado, el ser humano, liberado gracias al conocimiento de ese temor infundado a que todas esas desdichas y calamidades provienen de la ira de Dios, busca una guía para saber como actuar correctamente. Las religiones brindan ese manual de "buena persona" y cada uno abraza la que más le convence (o la que más le conviene). Como el ser humano es bastante ingenuo, también aquí aparecen espabilados que se aprovechan de ese ansia de guía espiritual. Aunque hay muchos pastores de buena fe, abundan en demasía las iglesias negocio. Pero bueno, eso sucede en todos los ámbitos de la convivencia entre seres humanos.
Es en un tercer estado de esa, digamos espiritualidad, cuando se puede alcanzar la paz, la tranquilidad existencial. Eso sucede cuando la conciencia individual del ser humano es capaz de entrar en contacto directo con la conciencia universal. Saber que formamos parte de un todo, que somos energía y que, por tanto, somos inmortales, aporta un sentido muy distinto a la existencia terrenal.
La ciencia y Dios nunca han estado reñidos, no pueden estarlo ya que aquella no es más que el estudio de los mecanismos de funcionamiento de todas aquellas "reglas de juego" dispuestas por él. Sucedió hasta ahora que la ciencia no había avanzado lo suficiente para poder responder muchas preguntas complejas, que requerían avances progresivos en el conocimiento que tenemos los humanos sobre el porqué de tantas cosas.
La ciencia avanza cada vez más deprisa, exponencialmente hoy día, brindándonos nuevos conocimientos y demostraciones tangibles de que la creación no pudo surgir por azar, que necesitó de alguien, infinitamente preciso y poderoso, para disponer las leyes y los elementos para que la vida en la Tierra fuera posible. Si hay otro tipo de vida en algún otro punto del Universo o en otro plano dimensional, no tardaremos en descubrirlo.
El ateísmo está condenado a desaparecer, hasta los más fanáticos terminarán por sucumbir ante tantas evidencias tangibles.