El tratamiento en Palo Alto duró seis semanas. Al volver a casa, aún convaleciente, una de las primeras visitas que recibió Clara fue la de Mario.
- ¿Que haces aqui? - La modulación deliberadamente reposada de ella no invitaba a la cordialidad.
- Vine a ver como estabas - De entrada, él trató de ser educado.
- Ya lo ves; dentro de lo que cabe, bien. Ha costado mil esfuerzos y todos mis ahorros, pero conseguí curarme.
- Me alegro mucho, de verdad. Me gustaría saber si puedo hacer algo por ti.
- Irte - Clara había meditado unos segundos la respuesta, pero ya la tenía en mente desde hacía semanas - Prefiero no verte.
- Pensé que, a pesar de todo, podríamos ser amigos - Esta vez, el tono de Mario se iba afilando. Cuando las palabras se afilan, al final se nos clavan.
- Mira, Mario, es inútil tratar hipócritamente de continuar algo que ya no existe. Sólo nos haríamos más daño.Ya te lo he dicho, prefiero no verte,al menos en un tiempo.
- Esto es muy injusto por tu parte, sobre todo después de todo lo que hice por ti.
- ¿Todo lo que hiciste por mi? Yo te diré lo que hiciste por mi; huír cuando más te necesitaba. Sacarte de encima el lastre para tu vida cómoda que era yo. En una palabra, abandonarme.
- Tu sabes lo mal que me lo hiciste pasar - Mario no lo pronunció como un enunciado, si no como un reproche. Realmente había sufrido mucho a causa de los cambios de carácter de Clara.
- Estaba enferma, cretino. A las personas que quieres no las abandonas cuando enferman - respondió bajito, despacio y aspartamizando todas las letras con el rencor que necesitaba liberar.
- Preferiste ese tratamiento raro en lugar del convencional, creí que no querías curarte, que no podrías.
- Ya ves que si. Nunca confiaste en mi - ahora era ella la que disparaba reproches- Ahora, por favor, vete. Estoy aprendiendo a vivir sin ti y si estás por aqui me costará más de lo que quiero.
- Como quieras. Que te vaya bien - y abandonó la habitación sin mirarla siquiera, un feo gesto que era muy común en él.
- A ti también te lo deseo, ca-ri-ño - en cada sílaba de la última palabra que le dirigió a Mario repartió proporcionalmente todo el resentimiento que le quedaba, liberándose asi de esa negativa carga.
Cuando en un diálogo se combinan altanería por un lado y orgullo por el otro, es difícil que éste llegue a buen puerto. Mario, de todos modos, era incapaz de ponerse en el punto de vista del otro con la facilidad con que lo hacía Clara, quien antes se dejaría cortar una mano que agachar una mirada.
Cuando se hubo ido, Clara recordó la tarde junto a la playa en la que él le puso el anillo de pedida y en la que se adelantaron a los votos matrimoniales, como en un juego; en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad. En la enfermedad... Sonrió amargamente al recordarlo. ¡Con que facilidad algunas personas se creen sus mentiras y con que impunidad nos las clavan!
Llamó a su madre para que le descorriese las cortinas. A esa hora el sol entraba directamente por la ventana de la habitación y le gustaba sentir su calidez en el rostro. Cerró los ojos, concentrándose en la subida de temperatura de la piel de su cara. Al menos, la relación con Mario le había servido para deshacerse de los tres hábitos que más daño le hacían y, en ese sentido, algo muy bueno había sacado de todo ello.
Eso si que se lo iba a agradecer toda la vida. En silencio, claro. En el hipotético caso de que se le ocurriese hacerlo de viva voz se iba a ver obligada a escuchar otra batería de reproches y estaba cansada de ellos. Por muy merecidos que fueran, la repetición una vez y otra vez de las mismas lamentables anécdotas era una tortura inmerecida. Las personas que no son capaces de perdonarse a si mismas tampoco pueden hacerlo con los demás.