Me he venido a Reus, a pasar estos entrañables días en familia. Para estar con ellos, pero sobre todo para salir de mi preocupante procrastinación habitual. En casa me distraigo fácilmente con cualquier cosa y termino por no hacer nada de lo que quiero realmente hacer. La frontera entre el relax absoluto y la perrería suma es muy difusa y creo que la he traspasado. Y para que mi madre no me brasee demasiado voy a tener que parecer ocupado, así que me he traído una libreta (tamaño A4) para trabajar sobre un par de ideas y el portátil y la mesa de mezclas, para avanzar con alguno de los once borradores de sesiones que tengo empantanados.
Hoy no salí a la calle más que para la cena de Nochebuena. Hace un viento de la hóstia. Mestral con rachas de hasta 130 kms. por hora que hacen que el Nordés da miña Jalisia querida parezca brisa de verano. Y tal y como empezaron las vacaciones, tampoco es que fuera demasiado sensato hacerlo.
La cosa empezó a torcerse el martes por la tarde. Al colocarme la mochila antes de subir a la moto, me agarró una contractura en la espalda de esas gonitas, gonitas. No podía agacharme ni para sacar medio decentemente, al billar y teníamos partido. Lamentable espectáculo con nefasto resultado. Menos mal que tenemos equipo y conseguimos levantar el partido. Consiguieron, quería decir. Al dolor de espalda se sumó una congestión brutal en tiempo record. A las seis de la tarde estaba estupendo y a las ocho, la tocha taponadísima y unos ataques de estornudos espectaculares. Los del equipo de billar querían encerrarme en el baño para evitar que les contagiara...
Así que, al llegar a casa, me preparé un cóctel refinitivo para estos casos. Un sobre de frenadol, dos couldinas, un vaso de leche con miel, dos voltarén para la espalda y los ansiolíticos de rigor. Dormí a tirones, despertándome cada tres o cuatro horas para beber agua, echar una meadita y cambiarme la camiseta empapada de sudor. A las 9 de la mañana ya había dejado de sudar, pero estaba hecho una braga turca. Los efectos secundarios del cóctel es que te quedas agotado. Pero sin ni un mísero síntoma del gripazo que se avecinaba, eso si... Así que justo me levanté para comer y echarme una siesta hasta... las ocho de la tarde... Algo tarde para la serie de tareas domésticas que tenía programadas para ese día, el anterior a mi partida hacia las Cataluñas: Hacer la maleta, pasar la aspiradora, dejar la habitación de los gatos limpia, pasar por la farmacia, vaciar los cubos de basura, fregar los cacharros de la pica y recoger el portátil, mesa de mezclas y cables varios. Sin contar con los regalos ni las felicitaciones. De los primeros haré dos, estas Navidades y ya habrá tiempo para comprarlos. De las segundas, nunca he hecho ninguna, así que no va a ser este año la primera vez...
Bajé el papel y el vidrio y me pasé por la farmacia. No tenían mis pastis... Bueno, tarea para el día siguiente.
Empecé a hacer la maleta y vi que quería llevar alguna de la ropa que tenía colgada y a la que no le venía mal una agüita. Puse una lavadora y empecé a recoger la parte informática del equipaje. Cambié el pin del recién estrenado DNIe y vacié la carpeta "por escuchar" en el disco duro de viaje. A estas, un ruido raro en la cocina. Fuí a ver que carallo era y la lavadora estaba parada a medio programa. Ya llevaba días renqueando y decidió romperse el día menos indicado. Bueno, las cosas siempre se escarallan en el momento menos apropiado. Saqué la ropa que estaba a medio lavar, medio inundando media cocina y me la llevé a la bañera, para terminarla a mano. Hay que joderse. Algunas cosas sólo las valoras cuando se estropean... Así que apenas terminé con la colada al estilo de la abuela y la metí en la secadora, ya era una horita buena para acostarse. Con todo por hacer...
Al día siguiente tenía una entrevista de trabajo (me llamaron para un curro estando tumbado en el sofá, algo que todas vuestras mamás os habrán dicho que nunca sucede) y quería pasar antes por la piscina.
Recordemos que aún me quedaba la aspiradora, los cacharros de la cocina, apañar los gatos y terminar la maleta con la ropa que daba vueltas en la secadora.
Cuando sonó el despertador decidí que le podían dar mucho por el culo a la piscina y al gimnasio y me concedí una hora más de sueño. Me levanté con tiempo para desayunar algo, arreglarme y partir hacia Ferrol, a tratar de convencer a un tipo de que soy la persona que busca para ese puesto. Si finalmente me lo da y me paga lo que dijo, igual lo cojo. El trabajo está al lado de casa, es fácil, entretenido y no pagan mal. La idea de un año sabático me sigue seduciendo, pero si, tal y como está el panorama laboral en este país, una oportunidad buena se te presenta mientras echas la siesta, hay que ser ciego y sordo para no entender la señal.
Al asomarme por la ventana pude disfrutar de una estupenda mañana lluviosa gallega. Recuerdo que no tengo coche, ahora, y que me muevo en moto. Bajé la basura orgánica y consulté el horario de autobuses. Cuando estaba viendo que la frecuencia era de cada hora, apareció el bus. Y yo en pantuflas de ir por casa... Ok, iremos en taxi. Llamé a los dos que hay en Miño. Estaban de servicio y no volvían antes de una hora. Ok, iremos en moto, que remedio. Así que me puse el traje de agua y salí con margen suficiente para quitármelo al llegar, antes de la entrevista. Hubiese llegado con tiempo de sobra si no fuera por la granizada que cayó a la altura de Pontedeume. En moto y con lluvia hay que ser cauto. Con granizo, un equilibrista. A pesar del entorno hostil, conseguí llegar a tiempo. Y creo que hice una buena entrevista. Estaba programada para treinta minutos y duró una hora y tres cuartos. Lo sabremos a la vuelta de vacaciones.
Total, que llegué de vuelta a casa, a las doce y media y me venían a recoger en una hora para ir hacia Santiago. Me quedaba la aspiradora, los gatos, los cacharros del fregadero y rematar las maletas, que agonía... Normalmente respondo bastante bien en situaciones de presión. Normalmente. A veces, pero, mi universo es como el de esos elementos químicos que se desintegran al quitarles un electrón. Esta estaba siendo una de esas ocasiones.
A la una y media había pasado la aspiradora (sólo para la mierda superficialmente visible), fregado los cacharros, cerrado la maleta del textil y el calzado y estaba terminando de meter cables y gadgets en la de mano cuando llamaron a la puerta y al teléfono, simultáneamente. Abrí el teléfono y contesté al portero automático mientras trataba de cerrar una cremallera rebelde. Le estaba contando a un amigo como había ido la entrevista cuando el cierre del compartimento de los cables se rompió. Por suerte, quien guarda siempre tiene y tenía una maleta para chismes informáticos de repuesto. Así que pasé el portátil, los auriculares, la mesa de mezclas, el disco duro externo, todos los cables, la libreta, dos carpetas con apuntes y dos libros a la otra y partimos hacia Santiago.
Confieso que me estresé algo. Creo que he conseguido, en los últimos meses, un equilibrio emocional bastante sano, pero esa mañana estaba algo roto. Me relajé durante el trayecto conversando sobre trivialidades y riéndonos de lo cabronas que pueden ser las circunstancias, a veces. Hasta que me dí cuenta que me había olvidado el ZEN. Puedo viajar sin calzoncillos. Pero sin ZEN...
- Tienes la Blackberry, me señaló mi amiga.
Bien era cierto. Y un montón de música de repuesto en los ordenadores. No tenía auriculares y me jodía comprar algo que en casa hay media docena, pero bueno, podía ser peor. Y de este modo me aseguraba que no lo iba a perder. La mitad de las veces que he salido al extranjero con uno, lo he terminado extraviando. Quien no se conforma es por que no quiere...
Bien era cierto. Y un montón de música de repuesto en los ordenadores. No tenía auriculares y me jodía comprar algo que en casa hay media docena, pero bueno, podía ser peor. Y de este modo me aseguraba que no lo iba a perder. La mitad de las veces que he salido al extranjero con uno, lo he terminado extraviando. Quien no se conforma es por que no quiere...
La comida fué estupenda (pimientos rellenos de bacalao, gratinados, paletilla de cordero, helado de frutas del bosque, cafés y bebida, 12 €, O Dezaséis es la repolla) y una mejor conversación. Enrique y Montxo siempre la garantizan. Uno de los temas fué el baby-boom que estamos teniendo en nuestro entorno más cercano. Llegamos a la conclusión que, a determinada edad, o te pones a tener niños o ya no los tienes. Creo que voy a ser del segundo grupo, si me dejo llevar por esa premisa. Y por mi incapacidad manifiesta en encontrar una pareja estable. Ninguno de las dos situaciones me incomoda, la verdad. Y, la verdad, no se si sería muy responsable esparcir mi carga genética en otros seres, de tal manera que sobreviviera a mi muerte biológica..
Fuimos a por una segunda taza de tés a un café recién inagurado y aproveché para pasar por una farmacia a por mis rulas y para capturar algunos rincones de Santiago. ¿Dije alguna vez que Santiago es una ciudad que me encanta?
A una hora prudente (Santiago puede ser una ratonera para un coche, en determinadas franjas horarias), subimos hacia el aeropuerto
Obviamente, la maleta de sustitución no me servía como equipaje de mano. Demasiado ancha. No era ni el momento ni la persona con la que discutir, así que saqué el portátil de la maleta y los cascos (no iba a facturar unos auriculares de 200 pavos) y los metí en la del textil, después de pasar el pijama y el chándal a la otra. ¿dije auriculares? ¡coño! ¡y yo pensando en comprar unos!. Vale que no son lo que se dice discretos. Pero suenan de muerte. Así que me los colgué al cuello y le entregué a la señorita los papeles de la facturación. El siguiente problema vino cuando me pidió el DNI. Vacié la cartera y el puto carnet no apareció. Sin DNI no puede viajar, me dijo, cosa que ya sabía.
En ese momento decidí que me volvía a casa y que ya vería a la family en otra ocasión. Que el entorno se estaba poniendo sospechosamente en contra de que hiciera ese viaje. Pero pasamos por el mostrador de la compañía a exponer el caso y, milagrosamente, la señorita se apiadó de mi y de mis circunstancias y me chequeó la hoja de facturación con sólo el carnet de conducir, advirtiéndome que sin una denuncia no iba a poder volver. No se si sería el espíritu navideño, mi cara de angustia o por que intuyó al asesino en serie que podía brotar de aquel ser sudoroso que tenía al otro lado del mostrador. (El DNI se había quedado en el lector, en la entrada usb frontal del PC y ahora viaja por correo certificado cruzando las Españas. No se puede ir con prisa, está claro.)
Sorprendentemente, pasé el control de seguridad sin ningún percance destacable y me dirigí a la puerta de embarque. En la pantalla, la palábra mágica: Delayed... Pregunté y me dijeron que ya había salido de Barcelona y que saldríamos una hora más tarde. Ningún drama, dado lo que sucede últimamente en los aeropuertos.
Me enchufé el Top 30 que llevo en la BB con mis discretitos Sennheiser dorados y me aposenté en un banquito desde donde tenía una buena visión general de la sala.
Me acordé de los gatos. Pobres. Tan acostumbrados a tenerme en casa y, de repente, diez días solos. Confieso que me sentí bastante mala persona.
Hasta que vi una bonita morena de ojos oscuros, con un flequillo perfectamente alineado que se levantaba de vez en cuando empujado por unos bufidos la mar de sexys. Con los dos asientos a su lado vacíos. Así que me levanté e inicié una disimulada maniobra de aproximación. Pero cuando iba a sentarme, una voz interior me avisó: ¿donde vas? Seguro que tiene novio o es lesbiana. Y proseguí el inocente paseo distraído, como el que no tiene prisa ninguna por que avance el tiempo. Estaba claro; tenía un tilt de cojones, y ya no pensaba con ninguna claridad y a la suma de esas dos opciones le dí un 95% de probabilidades y abandoné. Sin pensar que, aunque fuera lesbiana o tuviera novio no me iba a disparar, ni a ponerse a gritar como una histérica si trataba de iniciar una conversación trivial. A pesar de no llevar el ZEN, excelente arma para ligar. Patético, vamos...
Mientras esperábamos en la escalera para cruzar la pista hasta el avión se me ocurrió pensar que, sin nos estrellábamos, nadie iba a saber cuál era la última canción que escuché. Como si a alguien le fuese a importar ese detalle. Le vent nous porterá, por si acaso...
En los aviones, creo que ya lo conté, me duermo apenas arrancan los motores. Esta vez no fué una excepción. Me despertó la voz del comandante, el avión zarandeándose y un olor a tensión nerviosa flotando en el ambiente. Diez minutos de turbulencias de las buenas, el avión envuelto en un silencio sepulcral y el olor a tensión que iba siendo sustituido por el de caquita. La gente es que se caga por nada. ¿que puede pasar? ¿que te mueras? tampoco es para tanto... Aterrizamos dando bastantes bandazos, pero lejos de lo que se podría definir como una maniobra complicado. Aún así, el comandante se llevó una salva de aplausos como la de Iniesta en Pericolandia.
Al bajar, el hostión del vendaval en la cara me recordó una de las características de Reus que no echo de menos (para nada). Lo memoricé para valorar mejor la lluvia gallega.
Y no. No le pasó nada a la maleta. Salió pronto y bien. Llegué sin problemas a casa de mis padres, cené estupendamente y me acosté. Sin más sobresaltos.
Así que mañana, Navidad, probablemente me de un paseo por el Reus modernista, cámara de fotos en mano. O pasado, dependiendo del viento y de mis ganas. Y quien sabe si me cruzaré con unos bonitos ojos verdes. O azules. O negros...